martes, 8 de abril de 2008

UNA VIDA DE ADORACIÓN.


Los obstáculos para la adoración pueden resumirse en una palabra: ‘pecado’ porque es esto lo que nos aparta de Dios. El pecado, todo pecado, aun el más pequeño, es algo que se interpone entre el hombre y Dios, produciendo una separación o ruptura según su gravedad. Y puesto que la adoración es inseparable de la presencia de Dios y su santidad, el pecado es el enemigo final de la adoración. De aquí se deduce que cualquier persona que quiera entregarse a la adoración, deberá tener como objetivo prioritario en su vida luchar con todas sus fuerzas contra el pecado en todas sus formas, en palabras de la Escritura: "hasta llega a la sangre" (Hebreos 12:4). La vida del cristiano es por definición la vida de un hijo de Dios, en la que su relación verdadera lleva el sello de la intimidad, de la comunión en el amor y de la presencia de la vida divina en él, cosa que no puede suceder cuando damos cabida al pecado. La naturaleza del hombre es pecadora, como nos recuerda Juan: "Si decimos: ‘No hemos pecado’ le hacemos mentiroso y su Palabra no está en nosotros" (1 Juan 1:10). Pero la obra de redención de Cristo y la nueva vida que recibimos por el Espíritu lo cambian todo hasta el punto de que Pablo dice: "Consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús" (Romanos 6:11). Así pues, admitir su condición de pecador es el primer requisito para un adorador; el segundo, luchar contra el pecado con todas sus fuerzas. Cuando hemos admitido esta realidad, nos vemos a nosotros mismos como lo que somos –pecadores-, pero al mismo tiempo levantamos nuestros ojos a quien nos libera del poder del pecado –Cristo-, y nos acogemos a su misericordia y al poder redentor de la cruz y de la sangre con las que tenemos que tratar nuestro pecado. Por una parte, "Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero" (1 Juan 2:2). Y por otra, su sangre "nos purifica de todo pecado" (1 Juan 1:7). La actitud correcta de un adorador es acercarse a la adoración sin conciencia de pecado, pero con conciencia de pecador, levantar el corazón a Dios "rico en misericordia" (Efesios 2:4)

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